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Los bollos de Marcelino 28 de febrero 2005

Los bollos de Marcelino  28 de febrero 2005 Madrid. Año 1951, Marcelino, madrileño de nacimiento, había estudiado ingeniero de minas en Almadén, provincia de Ciudad Real, allí conoció a su mujer y al terminar la guerra, se llevó a la familia de su mujer a la capital. Marcelino al que su familia llamó cariñosamente Pepe toda su vida, salía cada mañana temprano hacia su trabajo de delineante. A la salida de la oficina, se daba siempre una vuelta a ver que había de nuevo en los rincones oscuros del estraperlo y regresaba a casa. En un pisito con cocina, vivían él y Santa, su mujer, Pepita la hija, Valeria la suegra y dos hermanas. Marcelino llegó una noche a su casa cansado, con un pedazo de tocino envuelto en un trozo de arpillera, con más hambre que cascorro, encontró al llegar el olor de la sopa de ajo que se recalentaba en el pequeño fogón y las gachas para la niña, tras saludar, besar a su mujer y a Pepita se sentó en una silla de la cocina, dejó el trozo de tocino sobre la mesa, y se abstrajo con el recuerdo de la parada de metro de aquella mañana, aquella mañana al salir del metro el aire se había vuelto aroma, un tipo vendía bollos que sacaba de una caja, Marcelino se había mirado los bolsillos, llevaba cuatro perras a ver si conseguía algo para el puchero del día siguiente, nada... siguió caminando envidiando a aquellos que se paraban, pagaban y se llevaban una rosquilla ...se alejaba pensando en cómo poder comer bollos...
Mientras la cuñada ponía la mesa, y veía llegar el puchero con aquel olor a pan y ajo, un brillo apareció en su mirada:
-Valeria ( dijo a la suegra), no vea lo que he visto en la boca del metro esta mañana, un tío vendiendo bollos... se forraba.
-¿Bollos Pepe?
-Si, Valeria, y digo yo que con lo bien que usted cocina, con esas magdalenas que hacia en el pueblo, los bollos y sus rosquillas de anís, vamos que usted me prepara a mi una caja, y yo las vendo a la salida del metro y nos forramos Valeria.
-Pues para eso necesitamos mucha harina, habría que tirar de las cartillas de racionamiento de toda la familia, y el aceite Marcelino, ¡ y el azúcar!.
- Nada madre, (así llamaba en ocasiones a la suegra para camelársela) usted mañana traiga lo que pueda ,baje el saco de harina del altillo y a hacer bollos, y yo pasado madrugo, me los llevo a la boca del metro ya verá que negocio...
Al día siguiente regresó Marcelino de su trabajo, cansado, famélico, con una gran caja plana y rectangular a su casa.
Al entrar ¡OH cielos!,el aroma del aceite en el que se freían las rosquillas le llevó derecho al fogón, sin besar a su mujer y apenas mirando a la niña Pepita.Varios platos de Magdalenas adornaban la encimera junto al fogón, había bollos de leche y las cuatro mujeres de la casa afanadas con los delantales pringaos de harina terminaban de freír rosquillas, vio a Pepita que tenia un pedacito de rosquilla entre los dedos, acercándose su padre a darle un beso, lo hizo desaparecer en su boquita...
Ay, Pepe... que día... todo el día haciendo bollos... –dijo Santa a Marcelino-
-Hale Pepe... ve poniéndolos sobre la mesa y los guardamos bien en la caja para que mañana temprano te los lleves...
Era una mesa de madera, pintada de blanco con los cantos en color azul, amplia de aquellas que antaño había en cualquier hogar, la mesa se fue llenando de bandejas de bollos, magdalenas, platos de rosquillas, y Santa iba espolvoreándolos de azúcar. Santa miraba a su marido con un gesto extraño, Marcelino no se movía, miraba arrobado el espectáculo de los bollos sobre la mesa
-Pepe...
-¡Pepe!
-¡Pepeeeee!
Pepe comía a dos carrillos, qué a dos, parecía que tuviese siete carrillos, una rosquilla entera a la boca, detrás una magdalena, en la mano derecha sostenía otro puñado de rosquillas y con la izquierda se ayudaba a empujar los bollos en la boca...
¡Pepe! Grito Valeria -la suegra- ¡Pepe por tu madre, que no vas a dejar ninguno!
Las cuñadas gritaban en la cocina, ¡ Pepe Para! Marcelinooooo...
Santa-la esposa-le tiraba de la manga de la camisa, ¡Pepe deja los bollos! Marcelinoooo las cuñadas se interponían entre él y la mesa en un intento inútil de hacerlo desistir.
Pepita la niña, con tanto grito lloraba...
las cuatro mujeres intentaban arrebatarle los bollos, los apartaban de la mesa, levantando los platos en el aire como si de algún modo pudieran frenarle...
De pronto cesaron los gritos, un silencio sepulcral se hizo en la cocina; Pepita cesó su llanto, miraba a los mayores con cara de ¿aquí que pasa?
Comían.
Todos comían, las cuñadas, la suegra, la mujer y sobre todo Marcelino... tan solo alguna vez se escuchaba una tos, una especie de atraganto que se solucionaba con un sorbo de agua, se miraban a los ojos mientras comían, un ojo en el plato y otro en el que estaba al lado, Antonia la cuñada se guardaba en el mandil las rosquillas... no quedó miga, ni dedo que no untara el azúcar dejando limpios platos y bandejas.
Contaba mi abuelo que a la mañana siguiente, mirando la cara de hambre que tenia aquel tipo del metro que vendía rosquillas, se reía... y comenzó a pensar en como engañar de nuevo a la suegra para llenar de nuevo el buche...
Trhyss

1 comentario

Trhyss -

Jajaja tio Alfonso, si lo lees , espero que te hayas reido.besos